Un pescador conoce de ritos: pide permiso a los espíritus del río antes de entrar a pescar, entiende que hay días y cosas que no se deben hacer.
Jacinto era distinto. Joven, arrogante y no provenía de familia de pescadores, nunca quiso aprender estas tradiciones. Se burlaba cuando alguien mencionaba al Mohán u otros seres del agua.
—Embuste —decía, escupiendo al suelo mientras los viejos del mercado hablaban en voz baja de relatos de encuentros con este.
Lo extraño era que, a Jacinto, que apenas había empezado, le iba bien. Pesca tras pesca, llenaba su canoa más que nadie. Algunos empezaban a dudar. “¿Será que no importan?”, murmuraban. Solo un anciano movía la cabeza diciendo: “Es una trampa”.
Una noche, Jacinto salió como siempre. Prefería pescar solo, sin testigos. El río estaba bravo, pero a él poco le importó. Remó hasta el lugar que le gustaba, con su mechón en la mano. Al acomodarse, sintió algo emerger del agua. Alumbró con la lámpara… pero no vio nada.
El río, de pronto, se calmó.
Buscó su atarraya, pero no estaba. “¡La traje, estoy seguro!”, masculló, furioso. Decidió volver por la atarraya; al llegar a la orilla, pateó la basura que había dejado el día anterior hacia el agua. Subió por las piedras de la orilla, absorto, muy a su pesar sin oír los pasos mojados detrás de él.
Primero fueron suaves, como si de alguien pequeño y liviano se tratase, pero el sonido se transformaba a cada paso, hasta que eran pasos pesados y fuertes.
Demasiado tarde, escuchó el ruido de algo enorme justo atrás.
Algo lo agarró del tobillo y lo tiró al suelo. La nariz de Jacinto se rompió contra las piedras. Gritó, pero nadie lo escuchó. No había nadie que lo escuchara. El Mohán lo arrastró de vuelta al río, obligándolo a mirar la basura flotando en el agua.
De reojo, Jacinto vio al monstruo: verde, peludo, los ojos verdes brillantes lo observaban.
—Hace setenta años no había un imbécil como tú —rugió el Mohán, levantándolo como si de una pluma se tratase. Le sonrió mientras empezaba a torturarlo por ese mes en que contaminó más que cualquier otro pescador en setenta años.
Jacinto no volvió a ser visto. Solo quedó su canoa, manchada de sangre, y las piedras de la orilla pintadas de rojo. Los pescadores no tocaron nada. Desde esa noche, nadie volvió a dudar.
¿Te gustaría contar tu historia con tu encuentro o tu versión del Mohán?
Reexistencia Híbrida
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